domingo, 5 de septiembre de 2010

El Rincon de Elbace Restrepo

A calzón caído

Elbacé Restrepo | Medellín | Publicado el 5 de septiembre de 2010
Que la descomposición social dio punto, es un lamento generalizado en las esquinas, en el supermercado, en el radio que acompaña en la cocina.

Todos sentimos que los jóvenes perdieron el rumbo; que ya no existen los principios elementales de convivencia; que desaparecieron también los valores humanos, que nos llevó el patas y nos dejó caer?

Bueno, sí, es cierto, pero, ¿qué estamos haciendo para solucionar todo eso? ¡Nada! Porque estamos convencidos de que son los demás quienes tienen esa deuda social pendiente, "olvidando que somos los demás de los demás, nos hacemos los sordos cuando llaman los demás?" (de una canción de Alberto Cortez).

El Estado, el sistema educativo, el gobierno, la religión, Pablo Escobar, en fin, cualquier cosa distinta a nosotros mismos, siempre es el blanco perfecto del dedo acusador cuando de señalar culpables se trata. Nada más fácil que esquivar las propias responsabilidades.

Los que pertenecemos a generaciones anteriores sabemos que el cambio ha sido brusco. Los jóvenes de hoy tienen mucha más "libertad", mal entendida, por cierto, pero les sobra soledad. Cualquiera que tenga mínimo cuarenta almanaques encima coincidirá conmigo en que la nuestra fue una época término medio, o sea, ni tan tan, ni muy muy. Teníamos una especie de autonomía con responsabilidad que nos forjó en templanza a la gran mayoría.

No era obligación encerrarnos a las 9, pero sí a las 10. Había que pedir permiso para todo y someterse a un interrogatorio: ¿Una finca? ¿Y de quién? ¿Y a qué se dedica el señor? ¿Y qué apellido es? ¿Y quiénes van? ¿Y van los papás o algún adulto? ¿Y cuándo vuelven? ¿Y hay teléfono? Para recibir, después de todo, un lacónico no como respuesta. "Y no es no". No valían ruegos, llantos ni pataletas. Era palabra de mamá o de papá. O sea, última palabra y punto. ¡Apelación a los infiernos!

Interactuábamos con gente, no pantallas. Éramos sensibles al dolor y a la alegría, oíamos, nos oían y nos descubríamos en las miradas de los otros. Los principios no se negociaban y los roles estaban definidos. El papá y la mamá ordenaban y los hijos obedecían. Ahora no hay papá, no hay mamá o hay una revoltura tenaz por aquello de los míos, los tuyos y los nuestros. Y todos deciden, menos los adultos, porque no se puede atentar contra el "desarrollo de la libre personalidad", cuyos beneficiados recitan tan fácil como Rin Rin Renacuajo.

Hoy una nalgada es la vía más rápida para llegar a una demanda, aunque todos sabemos que, sin humillar y sin causar lesiones graves, hay "pelas" que hacen falta.

Si los papás retomáramos la autoridad, con amor y con diálogo, otro gallo cantaría. Pero hemos perdido firmeza y respeto frente a los hijos. Somos permisivos y enterramos la cabeza, como el avestruz, porque les tenemos miedo, porque son casi unos desconocidos que viven en la misma casa. Los tenemos, les damos comida, ropa y estudio, si acaso, pero no más. De ahí para allá, ¡defiéndase como pueda, mijito!

Por eso hay que mirar de puertas para dentro cada vez que el dedo esté dispuesto a señalar culpables, porque muchos de los problemas sociales que hoy nos aquejan, empezaron el día que los papás perdimos la correa y se nos cayeron los calzones. Desde entonces nos fregamos, más de lo que estábamos.

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