domingo, 8 de agosto de 2010

EL RINCON DE ELBACE RESTREPO

Setenta veces siete


Elbacé Restrepo | Medellín | Publicado el 8 de agosto de 2010
"En aquel tiempo, acercándose Pedro a Jesús, le preguntó: Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces lo tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces? Jesús le contesta: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete ". Mateo 18, 21-19,1.

Así, a vuelo de pájaro, podría pensarse que a Jesús se le fue la mano en dulce o que le faltaron detalles a Mateo, una de dos, porque setenta veces siete no significa 490, como diría la razón matemática, sino siempre, a pesar de todo, cuantas veces sea necesario. ¡De perdonar nunca se acaba!

Hablar de perdón se me hace ¡uf! de complicado, pero me atrevo a hacer una aproximación para épocas actuales, tan convulsionadas.

Como todos creemos saber qué es perdonar, repasemos lo que no es: no es restaurar, si bien la reparación ayuda. Tampoco es justificar, ni minimizar, ni ningún otro verbo que se le parezca. Y en ningún caso puede confundirse con impunidad. Y no es olvidar. No es un acto de amnesia sino de grandeza del alma, aunque perdón y olvido estén emparentados.

Desde que nacemos, y a lo largo de la vida, estamos expuestos a ser el trompo pagador de alguien más aventajado: de una mamá poco amorosa, de un papá irresponsable, de un hermano mayor aprovechado, de un maestro castrador de sueños, de un jefe injusto o de un marido salvaje. Si no fuera por nuestra capacidad de perdón, implícita o deliberada, la vida sería como una noche larga sobre una almohada de púas.

De modo romanticón y cursi, si se quiere, perdonar es un acto liberador y voluntario que lleva a un estado ideal del alma para perdonado y perdonador: el sosiego. Nada más doloroso que un bulto de recuerdos punzantes entre pecho y espalda.

Pero así de natural no fluye siempre, ni de fácil. Se necesitan algunos ingredientes adicionales para llegar a un buen resultado final. El propósito de enmienda es uno de ellos y genera una responsabilidad en quien lo recibe: merecerlo en adelante. ¿De qué le sirve a la víctima de la violencia intrafamiliar, representada en ojos morados, en maltrato psicológico y verbal, en lesiones corporales y morales, perdonar a su agresor una vez tras otra? Eso no es perdón sino permisividad, que lleva a la deshonra del ser humano, veloz y sin control, como por un tobogán.

Hay perdones sinceros y otros negociables, como el que nos piden los guerrilleros a los colombianos cuando se entregan. ¿Será aceptable y reparador ese perdón sabiendo sus víctimas el interés que los movió a pedirlo? ¿Qué representa el que demandan los jefecillos paramilitares que se autoproclamaron un día salvadores del país bajo sus leyes sanguinarias?

Cada caso amerita una reflexión particular, pero el perdón siempre reclama borrador, cuenta nueva y unas ganas inmensas de quitarle angustias al espíritu, hasta sanarlo.

Muchos perdonan de dientes para afuera, gracias a un estribillo lamentable enquistado en su inconsciente: "la venganza es dulce y, además, no engorda". Hasta tienen sueños recurrentes en los que "operan" a su ofensor con un cortaúñas caliente, ¡qué impresión!

A pesar de Íngrid, Chávez, la CSJ, los egos inflados y los sucesos políticos, personales o de cualquier índole, que ponen a prueba nuestra capacidad de aprendernos la tabla del siete, perdonar es posible. Aunque no lo parezca. ¡Nada está perdido

No hay comentarios.: