jueves, 26 de mayo de 2011

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LAS JALEAS



Hace poco, en una feria de artesanías, tuve un ataque de nostalgia. Todo empezó cuando vi a una señora estirando jalea blanca en una horqueta improvisada. Debo admitir tres cosas: que no puedo ver una jalea blanca porque me le tiro en plancha; que no han hecho la primera jalea blanca que me parezca maluca y que, sin duda, nunca me volveré a comer una jalea blanca como la de “las Marines”, mis vecinas de infancia en Ciudad Bolívar y, además, mis primeras jefas, porque en su fábrica tuve mi primera experiencia laboral, no tan dulce, por cierto, ni tan blanca, más bien catastrófica, pero inolvidable.
La casa de las Marines, que se llamaban Blanca, Altagracia y Celina, era vieja, de tapia y con cara de taberna, por su iluminación a media luz tirando a oscura. Además de ellas, vivían otros hermanos, todos solterones empedernidos; un marrano, dos docenas de gallinas, que se paseaban por la casa como dueñas y señoras; gatos, perros y algunos pajarracos que, más que trinar, creo que graznaban. Sin contar unas cuantas cucarachas chiquiticas que iban y venían supervisando por todos los rincones.
El corredor de la casa era, a la vez, la sede de la fábrica de las mejores jaleas del mundo. El entable era poco, pero suficiente: una horqueta fijada a una viga de la casa, una mesa de madera forrada en harina de trigo y un escaparate viejo que hacía las veces de alacena.
 Al centro de producción entraba un reflejo de luz por la puerta de la calle, que vivía abierta, como en cualquier pueblo, llámese Fredonia o Bolívar, y por un foco de luz amarillenta que colgaba de un cable negro de hollín y forrado en telarañas. Esa luz, más la de un rayito de sol que se colaba por un hueco del techo renegrido, ofrecía un espectáculo de partículas de colores que formaban en el aire una danza bellísima. Me podía quedar largos minutos sin espabilar, mirando esa suerte de arco iris bailarín que se formaba junto a la mesa de las jaleas. Tiempo después supe que el efecto era producido por el polvo del ambiente, pero no me importó: ¡lo que es bonito, es bonito!
 
  
 
 En el patio contiguo había siempre un fogón de leña prendido en el que chamuscaban las patas de res y después las cocinaban, lo que hacía que la casa, además de lúgubre y polvorienta, tuviera un olor característico, y no exactamente a rosas: pata quemada, polvo, ceniza, rila de gallina y excrementos de los otros animales, no exagero. Ah, y también olía a cigarrillo Pielroja, pues las Marines fumaban que daba miedo, sin apagarlo ni para regañarme.
En pocas palabras, el panorama no era muy higiénico que digamos. Pero a los seis o siete años, ¿a quién le importa esa bobada?
 Para comprar jaleas no siempre había plata, pero siempre existía el recurso de las tablas de las camas. De vez en cuando había que sacar alguna, con disimulo, para ir a cambiarla con las Marines por dos o tres bolas de jalea. Ellas ponían las condiciones, según el tamaño de la tabla. Y mi mamá ponía el berrido en el cielo cuando se daba cuenta de que, otra vez, había atracado la cama.
 Mi adicción a las jaleas era tal que un día, presintiendo que lo que seguía era dormir a baldosa pelada, porque ya me había comido casi todo el tendido de las tablas, ofrecí mis servicios de empacadora de jaleas en la fábrica de las Marines, a cambio de una bola de jalea cada día. Fui admitida, con la misma facilidad con que a los pocos días fui despedida. ¡Qué infamia! ¡Qué dolor! ¡Qué ingratitud! ¡Qué injusticia!
Mi tarea consistía en coger de la mesa forrada en harina el producto terminado, es decir, las jaleas ya cortadas, y ponerlas dentro del escaparate que hacía las veces de alacena. Allí se guardaban y después se ponían sobre los charoles de los muchachos voceadores, que a eso de las cuatro de la tarde salían a venderlas por todo el pueblo.
En esa función de guardar jaleas, gracias a la harina, mis pequeños dedos se ponían lisos y muchas iban a parar al suelo. A las Marines se les paraba el pelo de asco, con razón, y me llamaban la atención por mi torpeza. Entonces se me iluminó la testa: para evitar que se me resbalaran las jaleas, decidí humedecerme los dedos…¡con saliva!
Las viejitas Marines, que sufrían del mal de la viga en el ojo ajeno, armaron un terremoto de 8.5 en la escala Richter. ¡Qué escándalo por semejante insignificancia! Se tragaron las “cuscas”, se jalaron las canas, me dijeron cochina y llamaron a mi mamá para humillarla, pues según ellas, “de tal palo, tal astilla”. ¡No, pues, tan limpias ellas! ¡Y tan cismáticas!
Salí de allí como pepa de guama, pero consciente, hasta la fecha, de una verdad que nadie me saca de la cabeza: es cierto que por unos muy contados días los clientes de las Marines comimos jaleas ungidas de mis infantiles babas, pero toda la vida las degustamos untadas de cosas peores. Las gallinas dormían en la horqueta, y no iban precisamente al baño a hacer popó.
Pese a todo, recuerdo con un especial cariño a esas viejitas regañonas que me hicieron la vida tan dulce. Y a sus descendientes, si los hay, mis saludos nostálgicos.

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